6 dic 2011

El Escritor


         
<< No respeto al tiempo que nos mide en los silencios. He visto apagarse estrellas, he matado noches de lamentos; he sido testigo de llantos sin consuelo…
He reclamado el cielo a los cuatro vientos al creer llegado mi momento, he acariciado la locura con la yema de mis dedos y he bajado a los infiernos por recuperar un sueño.
He perdido y ganado el respeto de quien vive de prestado con ilusiones del pasado y he visto caer el temor de ser amado.
He sido testigo del renacer del alba en los suspiros de una bella dama llamada esperanza y he conocido el beso de la calma.
He percibido el riesgo de creernos dueños de nuestros sentimientos cuando ni tan siquiera podemos avalar nuestras palabras y anclar nuestros secretos.
He caminado por senderos tan anchos que la vista no abarcaba ambos extremos y me he arrastrado por pasos de montaña tan estrechos que no darían cabida a un hombre y su orgullo.
Luché en batallas tan sangrientas que las ropas que vestí dieron testimonio de esas sangrías durante muchas lunas y fui testigo de la entrega de reinos por parte de reyes vencidos.
Disfruté de amaneceres sobre la Luna y asistí al nacimiento de hombres tan poderosos que una simple palabra suya sería capaz de hacer temblar las convicciones del más firme de los mortales.
He despreciado tesoros tan grandes que se necesitarían más de diez barcos para trasladarlos todos por mar.
A mí han acudido personas de distintas calañas; varones en busca de opinión, damas en busca de consejo, fieles en busca de guía, asesinos en busca de ayuda… y siempre se marcharon con sus respuestas.
He matado, he vivido y he odiado más que muchos de los que presumen de ello; he prendido la llama del verdadero fuego del amor en el corazón de mujeres tan bellas que dejarían sin habla al más diestro de los poetas.
He sido pirata, actor, policía, soldado, rey y esclavo, verdugo, asesino, marido, padre, hijo…>>

Dejó el bolígrafo al lado de la libreta de tapas gastadas y se llevó las manos a las sienes para frotarlas con la esperanza de que aquella sensación desapareciera de su cabeza. Se obligó a centrarse en la hoja medio garabateada, se obligó a continuar.

<<…Soy, he sido y seré escritor.>>

Soltó el bolígrafo como si este le quemara entre los dedos y se miró la palma para asegurarse de que no le había dejado marca. Los ojos le picaban.
Se recostó en la vieja silla que lo había acompañado en tantos viajes y esta crujió a modo de queja por el exceso.
Paseó la vista por el pequeño estudio intentando enfocar aluno de los cientos de libros que adornaban las paredes a su alrededor, pero no lo consiguió, su vista seguía nublada. Se puso en pie para dirigirse al baño a refrescarse un poco la cara y sus piernas temblaron hasta el punto de hacer que su mano izquierda buscara el apoyo del respaldo de la silla. Miró a su espalda, inquieto, por si alguien lo estaba mirando, no le gustaba aparentar debilidad, por mucho que  él supiera que más que una apariencia era una realidad, y se regodeó en su estupidez. Hacía mucho tiempo desde la última vez que alguien lo había mirado. Hacía mucho tiempo que no se dejaba ver. Hacía mucho tiempo… de cualquier cosa parecida a una vida social, o al menos a él le parecía una eternidad. Avanzó con pasos cortos por la tarima color caoba que cubría el suelo hasta llegar al marco de la puerta que daba al pequeño cuarto de baño que había decidido construir al ir en aumento las horas que pasaba sentado en aquella vieja silla, delante de aquel viejo escritorio de madera de cerezo. Volvió a mirarse las manos, también le parecieron viejas. “Mejor así” se dijo, de esa manera no desentonarían con la edad del resto del mobiliario de la habitación.
Se quedó en silencio, sumándose al silencio que vagaba a su espalda, mientras consciente y subconsciente debatían en su interior.  El segundo quería dar media vuelta, buscar en las sombras, para quizás encontrar. El primero sabía que no iba a encontrar nada, salvo oscuridad, y lo consideraba una estupidez además de una pérdida de tiempo. La realidad se impuso dejándole claro que nadie lo acompañaba ya en su viaje. Estiró la mano para alcanzar el interruptor del baño.
Los azulejos blancos le devolvieron parte de la luz que los tres alógenos del techo irradiaban y se sorprendió al comprobar que tenía dificultades para acostumbrarse a tanta claridad. Durante los últimos tres años de su vida apenas había salido de aquel despacho que permanecía iluminado por dos sencillas lámparas de forja cuando la noche hacía su aparición, y en el que durante el día la luz se filtraba por dos pequeños ventanucos situados delante del escritorio de cerezo, a unos dos metros del suelo rojizo y a escasos tres pasos de la última de las estanterías. Una vez sus ojos se hubieron acostumbrado a la blanca luz abrió el grifo del agua fría y sumergió ambas manos bajo el chorro incoloro. El frio comenzaba a reactivar la circulación de sus manos y notó un ligero cosquilleo en las yemas de los dedos. Colocó las palmas hacia arriba de tal manera que el agua las inundara y el reflejo que ésta le devolvió lo desconcertó. No se recordaba tan viejo, tan magullado por el inapelable paso del tiempo. Sus manos se abrieron inconscientemente dejando que el agua resbalara hacia el desagüe mientras su mente se perdía en recuerdos de la que un día fuera su vida. Volvió a escuchar las risas llenando cada espacio que ahora ocupaba el silencio, recordó el calor y el color de amaneceres y dejó que esas sensaciones mecieran sus pensamientos durante unos segundos. Tuvo que obligar a su cabeza, una vez más, a regresar al presente, conocía de sobra aquel dolor y no quería que hiciera presa en él de nuevo.
La certeza de su soledad era algo que todavía le costaba asimilar. Intentaba verla como una compañera de camino, como una amante distante que no calienta el corazón pero cuya presencia notase a cada paso. Acercó de nuevo las manos al chorro de agua y se las llevó a la cara antes de que el reflejo volviera a aparecer ante él. Repitió la operación dos veces más con la misma rapidez y cerró el grifo. Mientras se secaba la cara con la toalla de mano que colgaba de un pequeño gancho junto al lavabo escuchó de nuevo las risas. Mantuvo la toalla en alto mientras comenzaba a repetir, con un tono cargado de cansancio, la misma letanía que recitaba cada vez más a menudo. “Son cosas de tu escacharrada cabeza… te estás haciendo mayor…”  pero esta vez había algo diferente, no en el mantra que tantas veces había repetido en los últimos años. Algo en aquella risa era distinto. Parecía… “real”.
Noa ladró en el jardín arrancándolo del vacío en el que se había sumergido al escuchar aquella risa. Pero el recuerdo de su fiel compañera de camino no tuvo en él el efecto relajante que sentía al imaginar a la pequeña bóxer canela sentada en la entrada del jardín, delante de los tres escalones que salvaban la diferencia de altura entre la casa y la tupida alfombra de color verde que la rodeaba. El motivo de que el desasosiego generado por el sonido de aquella risa no desapareciera con la imagen de su perra lo golpeó con dureza, “mi perra no ladra”. Se sumergió en su cabeza y  buscó entre los archivadores de su memoria, “sólo en los de siempre”, se repetía mientras abría una puerta tras otra buscando un momento de su vida en el que Noa hubiera ladrado. Encontró una puerta tras la que escuchaba a su perra ladrar y al abrirla vió a la bóxer tumbada en el sofá. Las patas delanteras se agitaban nerviosas y las traseras se contraían y se relajaban rápidamente. Recordó aquel día, Noa tendría unos once meses cuando una tarde se quedo dormida a sus pies en el sofá y comenzó a correr en sueños. Él la había mirado desconcertado al escucharla ladrar muy bajo. Al principio como un resoplido muy grande, después como podía soñar uno de esos perros pequeños que sus dueños visten con abrigos de plumas para que no pasen frio o se mojen.
Noa volvió a ladrar en el jardín y el cerró las puertas de su memoria. Era la única vez que la había escuchado ladrar, si aquellos débiles sonidos podían considerarse como tal. Escuchó de nuevo la risa y apagó la luz del baño tras cerrar el grifo para regresar al estudio. Lo atravesó con paso decidido y llegó a la puerta de cristal que conectaba el jardín trasero con la cocina. Encontró a la perra agazapada al lado de la caseta de madera que él mismo construyera hacía años tras rescatar a Noa de la perrera. Ella lo miró con aquellos ojos que siempre parecían cargados de tristeza y una pequeña sonrisa iluminó brevemente la cara de su dueño.
“¿Qué pasa pequeña?” dijo paternalmente, “otra vez se te ha escapado lo que perseguías…”  la frase flotó inconclusa en el aire y su gesto se tensó ligeramente al comprobar que era lo que había hecho que su perra ladrara. Su mirada se desvió del animal para recorrer el jardín cuando su vista se posó en unas pequeñas zapatillas y más tarde en aquella niña que se las miraba pensativa, como intentando verse los pies a través de la tela blanca.

-          ¿Hola? –consiguió decir mas allá de su  curiosidad -¿Cómo te llamas?
-          Me llamo Sara –su mirada fija en las zapatillas.
-          Hola Sara, mi nombre es Jorge –se presentó poniendo una mano sobre el pecho y se quedó pensando en la siguiente pregunta -. ¿Qué haces aquí?
-          Mi mama está haciendo la comida y me ha dicho que podía ir a dar una vuelta por el jardín –se sentó y comenzó a jugar con los cordones de sus zapatillas-, tu verja está rota por allí –su delgado y pálido brazo señaló hacia un punto de la verja que estaba medio oculto por los setos.
-          ¿A si? –le contestó él encogiéndose de hombros -, supongo que tendré que arreglarlo para que Noa no se escape por la noche –le guiñó un ojo a la pequeña.
La pequeña Sara continuaba jugueteando con los cordones de sus zapatillas.

-          Y dime, ¿hace mucho que tu mama y tú vivís en este barrio? –no recordaba a casi ninguno de sus vecinos, llevaba mucho tiempo sin ninguna vida social.
-          Un par de semanas, creo, antes vivíamos en una casita más pequeña. Pero mama encontró trabajo aquí y dejamos aquella casa para venir a esa –volvió a señalar con su delgado brazo, esta vez hacia un grupo de cuatro casas de tejado rojo.
Jorge intentó hacer memoria en busca de recuerdos sobre los habitantes de aquellas cuatro casas pero no encontró nada. Ni un nombre, ningún apodo, ninguna referencia a pasados encuentros al sacar la basura o pasear a Noa… nada.
Volvió a mirar a Sara. El pelo castaño le caía liso hasta los hombros. Vestía una camiseta blanca con un gato naranja en el centro y unos pantalones vaqueros bien cortados por encima de las rodillas. Noa ya no ladraba y ahora descansaba tumbada bajo un viejo columpio corroído por el oxido.

-          ¿Sabes contar historias? –la pregunta le pilló desprevenido-, me gustan mucho las historias –levantó la cabeza y sus ojos, pequeños y azules se clavaron en él.
-          Hace mucho que no cuento ninguna –contestó intentando no pensar en la última vez que había contado una-, pero creo que recuerdo alguna todavía.
Jorge miró a Sara durante unos segundos mientras se daba unos golpecitos en el labio inferior con el dedo índice.

-          Erase una vez, en un reino muy lejano…
-          No, esas historias no –le cortó la pequeña antes de que pudiera continuar-. No soy un bebe ¿sabes? Me refiero a una historia de verdad.
Jorge se quedó pasmado mirando a aquella niña que no aparentaba más de ocho años, y al notar como ella le aguantaba la mirada prosiguió.

-          Así que una historia de verdad e… está bien, te contaré una historia de verdad. Te contaré la historia de Azael.


            -El comienzo del camino- 
                 Azael y la ciudad perdida


            Azael era un joven que vivía en una pequeña ciudad en la que no había demasiado que hacer. Eso no le importa, Azael se pasaba el día cuidando de su abuela, que lo había criado desde que murieron sus padres. Su abuela preparaba la comida, con las cosas que él iba a comprar al mercado a diario, y se encargaba de que su ropa estuviera limpia y sin agujeros. Él la ayudaba en todo lo que podía, hacía los recados sin rechistar, barría y fregaba la vieja y pequeña casa en la que vivían, limpiaba el polvo, lavaba los platos… y todo lo hacía con una sonrisa en los labios. Su abuelo lo quería, y él quería a su abuela.
El poco tiempo que tenia libre después de hacer todas esas cosas que tanto ayudaban a su abuelo lo dedicaba a pasear, a recorrer los caminos que se adentraban en el bosque que cercaba la ciudad o a sentarse en uno de los bancos del mirador que había en el punto más alto de la ciudad. Este último era su lugar preferido. Desde allí las vistas eran espectaculares. Podía ver toda la ciudad, que no era difícil pues era bastante pequeña, pero sin lugar a dudas lo que más le gustaba era que podía apreciarse la circunferencia que formaban pinos, abedules y encinas que se repartían alrededor de ella. Siempre se hacía la misma pregunta: ¿crecieron antes los arboles o la ciudad? Parecía como si los habitantes de aquel lugar hubieran plantado esos árboles para utilizarlos como frontera con el resto del mundo. Una gran muralla verde y marrón que delimitaba la ciudad en cualquier dirección.
Un día, tras pasar poco más de media hora contemplando aquel maravilloso paisaje, el atardecer hizo su aparición mientras recorría el camino de vuelta a casa para ayudar a su abuela a hacer la cena. Cuando llegó a la humilde casa de piedra rojiza y tejado de arcilla su abuela ya tenía los platos encima de la mesa y el aire que la puerta de entrada había esparcido al cerrarse le devolvió el rico aroma de las patatas asadas rellenas que preparaba su abuela y su estomago se alegró produciendo un pequeño gruñido.

-          Que rápida has sido hoy abu –aquel apodo cariñoso siempre conseguía hacer que su abuela sonriera- ¿me he retrasado?
-          No –su voz dejaba clara su edad y su cansancio- , es que hoy quiero acostarme pronto mi niño.
-          ¿Estás bien? Pareces muy cansada.
La mujer mayor asintió con la cabeza y sus rizos grises ondularon un instante.

-          No todos tenemos tanta energía como tú –señaló con un cucharón de madera hacia Azael y se puso a servir un poco de la salsa que había aderezado con alguna hierba aromática que no consiguió reconocer-. Apuesto a que serías capaz de ver cambiar la Luna sin que Morfeo apenas rozara tus parpados.
-          ¿Quieres que te lea un poco antes de que te duermas? –le preguntó cuando ambos dejaron de reir.
Azael siempre le leía a su abuela. Cada noche antes de que ella se quedara dormida. Cada día. Siempre que ella se lo pedía. Sus ojos eran jóvenes, los de su abu… habían visto cambiar muchas veces a la dama blanca que dormía en el cielo. Ella le enseño a leer en cuanto se hizo cargo de él, y esa era su forma de agradecérselo. Además le gustaba hacerlo. Aprendió a leer muy rápido y antes de un año ya devoraba libros que casi no podía sujetar con sus pequeñas manos, y le escribía poemas que la hacían reir y llorar a partes iguales.
Ella asintió y el resto de la cena  permanecieron en silencio. Después de cenar Azael recogió la mesa y fregó los platos para dejarlos secando sobre un paño de hilo blanco. Le preguntó a su abuela que le apetecía que le leyera y tras coger un pesado libro de la estantería, y esperar a que ella se acostara, fue a su habitación. Su abuela estaba arropada hasta la mitad del cuello y tenía los ojos entrecerrados. Arrastró una silla de la que colgaba el vestido que ella levaba en la cena hasta colocarla junto a la cabecera de su cama y encendió la lamparita de noche que estaba encima de una de las mesillas de madera. Comenzó a leer. Leyó durante un par de horas, hasta que al levantar ligeramente la vista de las hojas del libro comprobó que su abuela se había quedado dormida.
¿Dormida? No, no estaba dormida. Su cuerpo estaba demasiado quieto, sus labios no se movían y se concentró en su pecho. Un segundo… dos segundos… ningún movimiento. Tres segundos… cuatro segundos… ningún movimiento.
Azael se abalanzó sobre la cama y pegó su oreja al pecho de su abuela, justo encima de donde creía que se encontraba el corazón. Recordaba haber encontrado más de un dibujo del cuerpo humano en los montones de libros que  había leído en su corta vida, recordaba  que en ellos podía verse la ubicación de los órganos internos. Juraría que está ahí, justo donde tenía la oreja puesta. Pero no lo escuchaba. No encontraba su latido. Miró hacia todas partes buscando algo que pudiera hacer, sus ojos se movieron con rapidez por las cuatro esquinas. Pero no había nada que hacer. La certeza lo golpeó en el centro del pecho con tanta fuerza que lo levantó de la cama. Su abuela, lo que más quería en la vida, lo único que tenía en la vida, lo único que tenia, había muerto. Puso sus manos encima de las de su abuela y le cruzó los brazos sobre el pecho. Su cara reflejaba una calma inusual y eso lo reconfortó mientras por sus mejillas resbalaban las lágrimas. Salió de la habitación y tras juntar en un macuto las pocas cosas de valor que poseía y una hogaza de pan del día anterior cerró la puerta de madera pintada de verde por última vez. Se dirigió a la casa del médico y después de comunicarle la muerte de su abuela se encaminó hacia la arboleda que rodeaba la ciudad. Una vez allí se quedó parado unos minutos decidiendo hacia dónde ir. No tenía nada, su única familia yacía sin vida en la cama de la que una vez fuera su hogar.
No conocía nada más que aquella ciudad que lo había visto nacer y que ahora dejaba a su espalda. No tenía ni idea de lo que podía encontrarse más allá  de aquellos enormes arboles que lo contemplaban impasibles curiosidad por descubrir nada. Así que comenzó a andar. Sin rumbo fijo, sin un destino concreto. Tan solo puso un pie delante y el otro lo siguió.
Caminó durante todo el día, y durante toda la noche. Caminó hasta que los pies comenzaron a llenarse de ampollas. Pero no tenía ningún motivo para detenerse, así que siguió caminando hasta que las ampollas desaparecieron y las plantas de sus pies se hicieron tan duras como el camino que pisaban. Vió cambiar de traje a la dama blanca del cielo, y su corazón se encogía cada vez que la miraba rodeado de la oscuridad de la noche pues eso le hacía pensar en su abuela.
La hogaza de pan pronto se vió reducida a unas pocas migas en el fondo de su macuto, por lo que sobrevivía con los frutos y plantas que encontraba en los bosques que había en el camino, y aprovechaba los riachuelos y los arroyos para saciar la sed. Durante la primera semana apenas durmió. La segunda lo hizo desde que la dama blanca salió hasta que dejó paso al brillante sol. Cuando llevaba un mes caminando tan solo había dormido cuatro noches.
Sus ropas estaban carcomidas por los roces, sus zapatos apenas tenían suelas y el pelo le había crecido hasta ocultarle las orejas. Esa noche había dormido a ratos, con el cuerpo entre dos gruesas raíces a las que la tierra parecía habérseles quedado pequeña. Así consiguió resguardarse del viento que soplaba en aquellas tierras al caer la noche, pero el terreno no era del todo llano y se había despertado con un dolor muy molesto en el cuello que le impedía girar la cabeza completamente hacia el lado derecho. Se sacudió el polvo de lo que quedaba de sus pantalones marrones y recogió el macuto del suelo. Miró a su espalda, con cuidado de no girar la cabeza demasiado, hacia el sendero que había dejado atrás el día anterior. Miró hacia delante, hacia la barrera de delgados troncos de corteza rojiza que se elevaba en el horizonte. Y comenzó a caminar. Sus pies ya no necesitaban que su cerebro pensara en andar. Sabían que tenían que hacer y simplemente lo hacían.
Pronto los delgados troncos rojos pasaron a ser arboles tan anchos como la espalda del herrero de una ciudad que ya sólo recordaba vagamente. Una fila de gruesos troncos de corteza agrietada de color rojo oscuro. Y tras esa primera fila una segunda, y tras la segunda una tercera. Así sucesivamente hasta donde sus ojos alcanzaban a ver. Más allá de la cuarta fila todo comenzaba a oscurecerse, los arboles formaban una red entrelazada de tal manera que dejaba pocos resquicios por los que los rayos de sol podían colarse. Traspasó la primera hilera de arboles y enseguida se encontró delante de la segunda. Hizo lo propio con esta, y con la posterior… así durante casi media hora en la que perdió de vista el sol y avanzó apoyando las palmas de las manos en los anchos troncos para no tropezar. De pronto sus manos, estiradas hacia delante, dejaron de encontrar apoyos. Levantó la mirada y lo que sus ojos vieron tras adecuarse a la claridad lo dejó perplejo. Una pequeña ciudad. Tras la tupida red de arboles un grupo de siete u ocho casas bajas se aglutinaban alrededor de un roble cuyo tronco tapaba casi al completo una de ellas. Se dirigió hacia el gran roble mientras miraba alrededor con mucha curiosidad. Todas las casas parecían iguales, de fachada blanca y bajos tejados de teja roja. Las ventanas y una puerta de madera parecían ser los únicos ornamentos de las inmaculadas fachadas, todas ellas orientadas hacia el gran árbol. Estaba cerca del árbol cuando se dió cuenta de que éste estaba rodeado por unas grandes piedras que hacían las veces de banco. Se acercó un par de metros más y observó que había alguien sentado en una de las piedras con su espalda apoyada contra el ancho tronco.

-          Parece que tenemos un turista –dijo la desconocida sin levantar la mirada de aquello que estuviera mirando -, hace mucho tiempo que nadie llega aquí.
Las contraventanas de madera barnizada comenzaron a abrirse una tras otra y contó al menos doce personas que lo saludaban con una sonrisa y que le dedicaron un “bienvenido, amigo” a una sola voz.

-          Hola –fue todo lo que su sorpresa le dejo decir a Azael -, muchas gracias.
Las palabras de Azael temblaron en el aire pues hacía mucho que no hablaba con nadie. También porque aquel caluroso recibimiento era la primera muestra de afecto que recibía desde hacía mucho, mucho tiempo. Aquellos que lo habían saludado fueron desapareciendo uno a uno tras las cortinas dejando las ventanas abiertas de par en par. Azael se acercó hasta una de las piedras cercanas a la que ocupaba la mujer que permanecía con la mirada fija en ninguna parte, dejó el sucio macuto en el suelo y se sentó. Sin que se diera cuenta un pequeño suspiro de alivio escapó directamente del interior de su pecho al dejar de notar todo su peso sobre sus cansados pies.

-          Parece que tus pies se alegran de que hagas un alto en el camino, ¿vienes de muy lejos? –su mirada continuaba fija, o perdida.
-          La verdad es que no sé ni donde estoy ahora mismo –le contestó con toda sinceridad -, nunca había salido del lugar en el que nací, y me temo que no recuerdo cuanto tiempo llevo caminando.
-          Claro, ahora entiendo porque has conseguido llegar aquí –clavó sus ojos en él y por primera vez pudo ver el increíble color verde que los teñía, un verde suave, como el de las primeras hiervas de primavera.
-          ¿Cómo he “conseguido” llegar aquí? –el desconcierto de Azael iba en aumento, así como su curiosidad –tampoco ha sido un camino demasiado complicado.
-          Ja, ja, ja –sus labios eran finos pero ligeramente más carnosos en el centro, era realmente hermosa –no me refiero a eso jovencito.
<<Aquí no se viene, aquí se llega. Muchas personas salieron un buen día de sus casas con la firme intención de encontrar esta ciudad, o pueblo. Llámalo como te apetezca. Pero muchas de ellas, las más sabias, desistían al cabo de un par de meses de recorrerse caminos, subir montañas, seguir senderos, cruzar ríos… otras tardaban años en darse por vencidas y aceptar la verdad… probablemente las más estúpidas de ellas todavía continúen ahí fuera, buscándola. Pero como te he dicho antes este lugar no se busca. Este lugar se encuentra. Si caminas en su busca, intentando alcanzarla se esconde y se aleja, pero si caminas… sin ningún destino, sin ninguna intención… puede que sin quererlo te encuentres un buen día frente a un oscuro bosque de arboles de una extraña corteza roja y… pero dejemos las historias para más tarde, seguramente tu estomago te agradezca algo de comida caliente, ¡y un buen trago de zumo de uva!

La mujer se frotó los muslos enérgicamente con las palmas de las manos como si tratara de desentumecer sus piernas y se puso en pie con un elegante movimiento. Azael permaneció sentado unos segundos, contemplándola. De pie parecía todavía más hermosa. Le sacaba dos cabezas y tenía el pelo del color de un rayo de sol que se reflejara en una gran pieza de oro. Pero su estomago no tenía ningún interés en contemplar las hermosas curvas que el vestido blanco que llevaba dibujaba en su cuerpo y gruñó de tal manera que sus mejillas se tiñeron de rojo.

-          Ja, ja, ja –se rió ella dejando entrever unos dientes blancos como perlas -¡veo que no me equivocado respecto a tu estomago! Por cierto, creo que no me he presentado. Mi nombre es Sela.
-          El mío Azael –se puso en pie –encantado de conocerte Sela, y gracias por tu amabilidad.
Dejó que ese nombre flotara en el aire durante lo que dura un bostezo antes de seguir a Sela hasta una de las casas más cercanas al árbol.
Comió más de lo que recordaba haber comido nunca y disfrutó de cada una de las jarras llenas de un zumo de uva increíblemente dulce. Después le mostró una pequeña y acogedora habitación en la que podía dormir aquella noche y lo dejaron solo tras enseñarle donde podía ducharse. El contacto con el agua caliente lo relajó hasta tal punto que los ojos se le cerraban y los tensos músculos de su delgado cuerpo se desentumecieron revelándole dolores en lugares en los que antes no sentía nada. Al salir de la ducha le sorprendió ver que tenía unos pantalones limpios y una camisa blanca sobre la estrecha cama. Miró alrededor en busca de su vieja ropa pero no la encontró. Si que vió su macuto, junto a una mecedora de mimbre y unos zapatos negros que no eran los suyos. Se vistió con las ropas que le habían dejado en la habitación y bajó las escaleras que dividían la casa en dos plantas. No encontró a nadie en el salón, tampoco había nadie en la cocina y no recordaba haber escuchado ningún ruido en el piso de arriba. Se quedó pensando un momento, intentando decidir qué hacer y paseando la mirada por la cocina cuando creyó ver una sombra recostada contra el tronco del roble que presidía la ciudad. Salió por la única puerta de la casa tras cruzar el oscuro salón y reconoció a Sela sentada en la misma piedra en la que la había conocido. Avanzó hacia ella mientras levantaba un brazo a modo de saludo.

-          Buenas noches –lo saludó su anfitriona –veo que no me he equivocado con la talla de la ropa –lo miró de arriba abajo.
-          Muchas gracias –dijo pasándose las manos por la suave tela de los pantalones –no tenías porque haberte molestado.
-          ¿De verdad? –parecía divertida –no podía permitir que fueras medio desnudo por la calle. ¿Qué iban a pensar los demás? No soy de las que dejan que sus invitados paseen vestidos con harapos teniendo algo mejor que ofrecerles.
-          Oye Sela… -necesitaba escoger con cuidado las palabras, se había portado muy bien con él y lo que menos deseaba era disgustarla –antes me has dicho que sólo se llegaba a este lugar si no lo buscabas –tomó aire -¿Cómo llegaste tu aquí? ¿y el resto?
Sela desvió la mirada como intentando encontrar el punto en el que la había tenido concentrada mientras hablaba con él por primera vez.

-          No es asunto mío contarte como encontraron el resto la “ciudad perdida” –por primera vez utilizó el nombre por el que se conocía a aquel lugar -, pero puedo contarte como terminé yo aquí. No toda la historia, pues eso nos llevaría mucho tiempo, pero si al menos un pequeño resumen.
Nací en un pequeño pueblo del norte, al pie de tres grandes montañas. Todo iba bien, tenía una madre que me cuidaba, un padre que jugaba conmigo y cuidaba mucho de mi madre y un hermano más mayor que yo que me enseñaba a recoger maíz, sembrar tomates y a diferenciar que setas podían comerse y cuáles no. Pero un día un gran incendio se propagó de casa en casa después de que un rayo callera en un árbol y lo prendiera. Las montañas nos protegían del viento, pero también desviaban los ríos lejos del pueblo, por lo que sofocar las  llamas se convirtió en una batalla perdida antes de empezar. Yo estaba buscando setas para demostrarle a mi hermano cuanto había aprendido y lo que encontré al regresar de uno de los bosques cercanos…
Después de aquello me puse a andar. No sabía lo que podía hacer, ni a donde podía ir, pero no podía quedarme allí, rodeada de casas reducidas a cenizas. Pasé por muchas ciudades, en algunas me trataron mal, en otras bien, pero no pude quedarme en ninguna de ellas porque… supongo que porque no las sentía como mi hogar. El resto, imagino, es bastante similar a como llegaste tu aquí. Dormía cuando podía, comía lo que encontraba… hasta que me encontré delante de unos árboles de corteza roja y después de adentrarme en ellos encontré este lugar.

Azael se quedó sorprendido por las similitudes que encontró entre la historia de Sela y la suya.
-          ¿Y qué me dices de ti? ¿Qué haces aquí?
-          Yo… -hizo una pausa intentando encontrar las fuerzas para hablar –perdí a mi abuela. Murió mientras yo le leía un libro.
Azael notó como si algo se rompiera en el mismo centro de su pecho. Llevaba mucho tiempo sin pensar en su abu y pensar en ella de nuevo hizo que recordara que estaba completamente solo en el mundo.

-          Ella era todo lo que tenía, y cuidar de ella era todo lo que sé hacer –ahora era él quien tenía la mirada fija en ninguna parte –. Sólo hay otra cosa que sé hacer: andar. Y eso es lo que hice, andar y andar. Hasta que llegué aquí.
-          Ya veo… así que ¿crees que no tienes ninguna misión en esta vida verdad? Déjame que te diga una cosa que he aprendido a medida que han pasado los años desde que llegué aquí: todos tenemos una misión en este mundo. Todos estamos aquí para hacer algo. Yo, por ejemplo, me di cuenta de que es aquí donde debo estar, ayudando a los que como tú, y como yo en su momento, creemos que nuestros caminos no nos llevan a ninguna parte.
-          Yo no serviría para eso –le aseguró.
-          No, por supuesto que no –le confirmó Sela con una sonrisa en sus finos labios -. Los caminos son distintos, pero que no sirvas para una cosa no significa que no sirvas para nada. ¿Has dicho que le leías a tu abuela no?
-          Si, ella me enseñó a leer y a escribir –recordó las largas noches a la luz de la lámpara de la habitación de su casa –y yo se lo agradecía ayudándola en todo lo que podía. Le encantaba leer, pero sus ojos…
-          Entiendo. Así que has leído mucho, probablemente incluso más que yo. Seguramente también sabrás escribir ¿me equivoco?
Azael asintió en silencio con la cabeza.

-          Si. De vez en cuando le escribía alguna cosa, pero creo que no lo hacía demasiado bien, ella siempre se reía.
-          Tal vez se riera porque le resultaba gracioso que hubieras aprendido tan rápido –le guiñó un ojo y continuó –pero ¿sabes qué? Creo que sé lo que puedes hacer mientras encuentras tu verdadero camino. Espérame aquí.
Sela se levantó y fue hasta la casa cuya puerta se le había olvidado cerrar a Azael. Pasaron diez minutos, durante los que él se había dedicado a contemplar el suave brillo de la luna, hasta que ella volvió a salir cerrando la puerta tras de sí. Cuando estuvo a una distancia suficiente como para que la luz de la luna iluminara su rostro se dio cuenta de que sujetaba algo bajo uno de los brazos.

-          Esto es para ti –se sentó a su lado de nuevo y le tendió lo que tenía en las manos.
Azael observó el cuaderno que Sela acababa de entregarle. Las cubiertas eran de piel teñida de un color similar al del vino y a primera vista le pareció que tenía más hojas de las que tenía cualquiera de los libros que él hubiera leído. Lo abrió con todo el cuidado que pudo teniendo en cuenta la curiosidad que aquel objeto había despertado en el. Pasó una mano por una de las blancas hojas de papel y le pareció lo más suave que habían tocado sus jóvenes dedos.

-          Te propongo un trato –le dijo Sela mientras él seguía ensimismado pasando las hojas vacías -. Puedes llevarte este cuaderno cuando te marches de aquí. Noto en tu interior las ganas de continuar caminando en busca de tu futuro, y sin duda durante tu camino escucharas muchas historias. Escríbelas en este cuaderno y cuando se acaben sus hojas, o decidas que tu viaje ha terminado vuelve aquí para devolvérmelo. En este lugar no solemos contar con mucho entretenimiento y estoy segura de que todos –describió un amplio círculo con sus manos –estaremos encantados de leer los emocionantes relatos que hayas podido recopilar.
-          Y ¿Cómo sabré si las historias que me cuenten son ciertas? –apartó la mirada del cuaderno por un instante para mirar a Sela –dudo mucho que os interesen cuentos de hadas.
-          Tranquilo, no tienes de que preocuparte –puso una de sus manos sobre las tapas del cuaderno y dejó que su mirada se perdiera en ellas –, en cuanto escribas la primera frase en sus hojas sabrás si esa historia es cierta o sólo un cuento de hadas, como tú los llamas –le pareció verla sonreír -. Hagamos una prueba para que lo compruebes por ti mismo. Toma esta pluma y este bote de tinta y escribe una frase de alguna historia que sepas a ciencia cierta que es falsa.
Azael cogió la pluma y el pequeño botecito de tinta negra que Sela le ofreció y volvió a abrir el cuaderno, por la primera página esta vez, con el mismo cuidado con el que lo abriera por primera vez. Dejó el bote de tinta a su lado, desenroscó el tapón y mojó la punta de la pluma en el negro líquido. Se quedó pensativo, intentando recordar alguna de esas historias que todos hemos leído o escuchado a lo largo de nuestra vida y que sabemos que son ficción. Recordó un cuento que le contaba su abuela cuando él todavía no había aprendido a leer.
Una historia sobre un hombre tan alto que sus vecinos lo temía porque creían que no podía ser humano. Aquel hombre era tan alto que tenía que agacharse incluso para poder entrar por el gran pórtico de la iglesia y tenía que dormir sobre montones de paja al no existir cama lo suficientemente grande para que pudiera tumbarse en ella. Su abuela ponía especial empeño en que él se diera cuenta de que lo importante no era el aspecto físico de una persona, si no lo que aguardaba a ser descubierto en su interior. Aquel hombre tuvo que abandonar su ciudad al comprender que nadie llegaría a aceptarlo jamás debido a su aspecto. Se resguardó de cualquier mirada de desagrado en uno de los montes más antiguos de la región, y allí construyó una gran casa en la que pudiera vivir con su gran estatura. Una noche que había salido a contemplar las estrellas porque no podía dormir se quedó atónito mirando la gran esfera blanca que iluminaba las copas de los arboles. Le parecía sorprendentemente grande y estaba tan cerca que creía que si estiraba los brazos podría acariciarla. Y así fue, estiró sus largos brazos y notó el frio que desprendía la luna solitaria, como él. Pasó sus manos por toda la circunferencia y le limpió un par de cráteres en los que se le había acumulado tierra durante toda la vida. De repente la luna le sonrió. El frio desapareció y una templada brisa reconfortó su solitario corazón. Desde aquella noche nunca volvió a estar solo a pesar de que ningún ser humano se atrevió a subir a aquel antiguo monte. Cada noche la luna se acercaba a él y lo abrazaba con su luz plateada y clara. Él le devolvía el abrazo y le limpiaba la tierra de las grietas.
Las lágrimas resbalaron por las mejillas de Azael al pensar que su abuela no volvería a contarle ninguna historia como aquella. Se concentró en apartar esa idea de su cabeza y notó el peso de una de las manos de Sela en su hombro. Levantó la mirada y la vió hacerle un gesto con la otra mano invitándolo a empezar a escribir. Así lo hizo y contempló maravillado como la frase que había escrito desaparecía dejando la página blanca por completo, como si nunca hubiera escrito nada en ella.

-          Si lo que escribes en estas páginas no es real nunca permanecerá escrito –le explicó al ver su cara de asombro -. No me preguntes como, pero él sabe diferenciar entre una historia real y una que no lo es.
Azael asintió en silencio, perturbado por lo que acababa de ver. Sentía decenas de preguntas sobre aquel extraño cuaderno, pero Sela le había dicho que no sabía el por qué y él la creía. Cerró con delicadeza el cuaderno, lo dejó sobre sus rodillas e hizo lo mismo con el bote de cristal y lo puso junto con la pluma encima de las gruesas tapas.

-          Bueno, creo que va siendo hora de irse a dormir –concluyó –imagino que querrás partir mañana por la mañana ¿no es así?
-          Si –confirmó él -. Habéis sido muy amables conmigo, pero siento que aún no estoy preparado para quedarme en un sitio fijo.
-          Se a lo que te refieres, yo sentía lo mismo cuando pasé por esas ciudades antes de llegar aquí. No te preocupes –lo consoló –si tu sitio es este volveremos a vernos.
Los dos caminaron en silencio hasta la casa de fachada blanca y se despidieron en el salón antes de retirarse a sus habitaciones.
Esa noche apenas consiguió dormir durante dos horas seguidas, a pesar de que aquel colchón era lo más mullido en lo que se había apoyado desde que comenzara su viaje, y cada vez que se despertaba sus ojos iban directos a la silla sobre la que descansaba el cuaderno. A la mañana siguiente abandonó la ciudad perdida después de llenar el estomago con un pedazo de esponjoso bizcocho que la misma Sela preparó y una jarra de leche fría.

El teléfono de su despacho sonó rompiendo el hilo de la historia que Jorge estaba contando.

-          Valla por dios –se lamentó mientras miraba a Sara -, me temo que tendremos que descansar un momento.
-          ¿Me contaras más? –le contestó la pequeña con los ojos abiertos como platos –Azael me da mucha pena, pero me parece muy valiente.
-          No te preocupes, su historia mejora con cada nuevo paso de sus pies, ya lo verás –le dedicó una sonrisa a Sara, se puso en pie y entró en casa.
Solo conocía a una persona que acostumbraba a llamarlo periódicamente, a pesar de que en muchas ocasiones él ni descolgara el teléfono. Cuando llegó al despacho miró la pequeña pantalla del teléfono en el que aparecía el número de la persona que llamaba. Efectivamente, se trataba de su editor. Samuel era algo más joven que él, hecho que lo había llevado a recapacitar en más de una ocasión la decisión de confiar en él como editor. Pero así como su juventud podría ser sinónimo de inexperiencia en un mundo en el que los años otorgaban conocimiento, tenía que reconocer que se movía como pez en el agua, en un agua atestada de tiburones del resto de las editoriales de la ciudad. El teléfono dejó de sonar y Jorge encendió el portátil que tenía en una de las estanterías. Antes de que la inconfundible melodía de Windows saliera por los altavoces el silencio volvió a romperse con el timbre del teléfono. Descolgó el auricular y volvió a colgarlo mientras el ordenador terminaba de encenderse. Al entrar en su bandeja de correo electrónico se encontró con un mensaje de Samuel esperándole. Era algo habitual: su editor lo llamaba, él le colgaba (o simplemente no contestaba), y automáticamente recibía un correo electrónico en el que le explicaba el motivo de su llamada. Abrió el mensaje y comprobó que el contenido seguía el mismo patrón de siempre. En las primeras cuatro líneas le preguntaba por su estado para continuar después con el verdadero motivo, preguntarle sobre la biografía que llevaba tiempo pidiéndole o sobre este o aquel proyecto que tenían en marcha. Hubo una época en la que la incansable insistencia de Samuel le había llegado a parecer molesta, él no estaba acostumbrado a marcarse fechas de entrega para lo que escribía pues era consciente de que había días en los que por mucho que se empeñase sus musas se escabullían dejándolo solo ante un papel en blanco que continuaba estándolo por muchas horas que pasara mirándolo. Pero con el tiempo había comprendido que su joven editor no hacía más que su trabajo. Se puso a teclear una respuesta que aplacara sus ansias. En el mensaje que le envió le agradecía su constante interés por su estado, le contaba que estaba bien y le adjuntaba un par de relatos cortos de los muchos que permanecían olvidados en las carpetas de su ordenador o en los varios archivadores que descansaban en uno de los estantes de su librería. En realidad su respuesta era la misma que le mandaría hacía un mes, idéntica a las que le había enviado durante el año siguiente al accidente de su hija.
Una vez más obligó a sus recuerdos a permanecer velados en su cabeza, apagó el ordenador convencido de que no tendría noticias de Samuel en las siguientes dos semanas más o menos y desandó el camino hasta la puerta de la cocina. Miró el jardín intentando encontrar a Sara, pero la pequeña no estaba. Se acercó hasta donde Noa seguía tumbada y le soltó la correa que la mantenía atada al poste del viejo columpio oxidado. Pasó una de sus manos por el suave pelo corto de la perra y en recompensa por sus caricias recibió un lametazo en la mejilla. Se rió mientras se secaba las babas con la manga del jersey y el sonido de su risa le pareció muy lejano, como en realidad no fuera él quien se reía. Se dirigió a la zona de la valla en la que Sara le había dicho que tenía un agujero, pero al apartar los setos comprobó que la valla de madera seguía intacta. Repitió la operación en tres ocasiones más siguiendo el recorrido de los arbustos en dirección a la entrada de la cocina y encontró más de lo mismo. No parecía que la valla estuviera rota. “como has entrado…” se repetía mientras volvía a comprobar la valla por quinta vez. Nada. La madera estaba perfecta en todo el recorrido desde el fondo del jardín hasta las escaleras de entrada a la casa. Regresó a su estudio recordando si había dejado abierta la puerta del jardín. Intentó también imaginar a la pequeña y delgada Sara trepando el metro de altura que tenía la valla.
Cuando quiso darse cuenta estaba junto a su vieja silla del despacho. Se sentó, sus piernas ya no estaban acostumbradas a andar ni a agacharse durante tanto tiempo y notaba un ligero dolor en los gemelos, y dejó que sus ojos vagaran por las pilastras de madera maciza que nacían en el suelo y morían a escasos centímetros de la moldura de escayola que vestía el techo. Su mirada resbaló por las vetas de la madera hasta los archivadores azules que reposaban en el cuarto estante de la segunda estantería. Allí estaban guardados todos los cuentos, relatos e historias que había escrito cuando Ángela estaba viva. “mi pequeña…” apenas fue un susurro, pero el hecho de volver a pronunciar esas palabras fue suficiente para que las puertas de su memoria se abrieran de par en par. De ellos brotaron sentimientos que él mismo había enterrado en el más profundo de los agujeros que había conseguido abrir en su mente. Volvió a ver el dorado pelo de su hija revoloteando en el aire mientras ella le pegaba patadas a las hojas secas que bañaban el suelo aquel otoño, “aquel jodido otoño”.  También recordó a Beatriz, Bea como acostumbraba a llamarla él, corriendo tras ella para que se pusiera la cazadora pues comenzaba a chispear. “Bea” esas tres letras significaban mucho en su mundo. Esas tres únicas letras fueron una vez la llave maestra de todos los candados de su imaginación. Volvió a pronunciar esas tres letras y miles de agujas lo atravesaron haciendo que sangrara lágrimas. Aun y a pesar de que ya no estuviera con él seguía agradeciéndole al cielo que la hubiera puesto en su vida. Ella lo inspiró, y  Ángela lo convirtió en la persona más feliz que hubiera conocido el mundo en ninguna de sus épocas. Y ahora no tenía a ninguna de ambas dos, ahora no tenía nada… “excepto a Noa, todavía tienes un alma afín en esta vida”. Esa idea lo divirtió  y aplacó el dolor hasta el punto de hacerlo soportable. Se puso en pie apoyando las manos en las rodillas para hacer fuerza y estiró la mano hasta uno de los dos archivadores que llevaban el nombre de su amada hija escrito en el canto. Lo abrió mientras volvía a la silla y lo dejó sobre la mesa. Pasó las hojas sin fijarse en nada en particular hasta que sus manos se detuvieron en una página. Jorge le dedicó un minuto y comprendió el por qué, aquel era el cuento preferido de Ángela. Enfocó la vista y comenzó a leer.

-          Venid, seguidme a otro lugar en el cual podamos hablar sin inquietud, pues no es para tomársela a broma la cuestión que me pedís que os aclare. Siempre fuisteis de una curiosidad inagotable, intentando a cada momento averiguar lo que escapaba a los demás. Pero bien, basta de recuerdos que para nada vienen al caso en el tema que nos atañe, y por vuestra mirada diría que sois de mi misma opinión. De acuerdo pues, pasemos a ese tema por el que tanto tiempo lleváis preguntándome y que largo tiempo llevo aplazando. Pero antes debéis de comprender lo que el conocimiento que buscáis conlleva, y creedme, por dios, creedme pues no por gusto he mantenido lo que ahora os relataré sepultado en mi memoria. Sed conscientes de que lo que me pedís os traerá consigo un sinfín de enemigos dignos de ser temidos, y que a su vez estos enemigos traerán otros de su calaña con el único fin de acabar con vuestra vida, al igual que llevan intentando acabar con la mía. ¡Pero que estoy diciendo! Me temo que he olvidado por un instante con quien estoy hablando. Durante largos años os he visto crecer, a vos y a vuestra espada, y desde el día en que vuestra señora madre, que era mi señora, os confió a mí supe que este día llegaría. ¡Pardiez! Todavía me parece oír a vuestra madre suplicándome entre sollozos que cuidara de vos como había cuidado de ella. “un favor os pido mi fiel Albert –me dijo entre lágrimas –un último favor que os pido de la manera más humilde y personal. No permitáis que nada malo le suceda a mi pequeña, por vuestra divina salvación querido amigo, procurad bien para ella pues aun a riesgo de perderlo todo ella es lo que más me importa…y ante todo nunca, y permitidme que recalque esta palabra, nunca reveléis su verdadero nombre. Que ni el mismísimo Satanás surgiendo de las tinieblas consiga arrancaros ese secreto, del que dependerá sin duda su supervivencia. Haced que reciba un nuevo nombre, al igual que otros apellidos. Respecto a la marca… haced todo lo posible, incluso lo imposible también, porque no sea vista por nadie jamás, y si algún ojo inocente la sorprende… ¡que nuestro señor nos perdone y le perdone a él también pues tendréis que acabar con su vida”
     Os juro por las piedras que forman aquella cruz que jamás en vida creo volver a                          sentir tanto peso como sentí aquel maldito día sobre mi alma. Como habréis podido    entender tiempo no era precisamente lo que sobraba, por lo cual me vi galopando hacia ningún lugar, sin mirar atrás y sin una idea clara en el tumulto que era en aquel instante mi cabeza. Solo cuando estuve completamente seguro de que nadie me había seguido   di descanso al pobre animal que tubo la desdicha de servir a tan noble empresa. No sabía muy bien hasta donde me había alejado del peligro, pero a juzgar por la penosa imagen que presentaba el caballo debí galopar unas veinte leguas en poco menos de diez minutos.

Jorge apartó la vista de la hoja y se asombró al notar que la imagen de su hija escuchando atentamente mientras él le contaba el último cuento que le había escrito hacía que el dolor menguara un poco más hasta convertirse en un leve susurro.






-Una vida en un sueño-




            Abrió los ojos en una pequeña cama de una pequeña habitación decorada tan solo con dos pizarras blancas garabateadas con rotulador de color azul. Escuchó ruido de pasos en el pasillo y vió como se abría la puerta. Por ella entró Bea, joven y bella como lo había sido una vez, como lo era en el momento en el que la había conocido. Se acercó a la cama y tras apartar el edredón se sentó a su lado regalándole uno de los besos más dulces que había probado nunca en la vida hasta aquel instante. Su sabor lo inundó y su olor recorrió todo su cuerpo tras colarse por sus fosas nasales. Olía como se supone que deben oler los ángeles, a jazmín y agua de roció, a fantasía y deseo. La rodeó con ambos brazos y la atrajo aún más contra el intentando retenerla aunque algo en su interior le decía que aquel momento duraría poco. Habían pasado la primera noche juntos tras dos semanas de relación y cada minuto le había parecido irreemplazable en el tiempo. Pero como el que despierta de un dulce sueño tiene que dejar marchar esa sensación cálida de gozo él tuvo que dejar marchar a la única persona que lo hacía sentir vivo para que no llegara tarde a su primera clase del día. Ella se marchó y él sacó un pequeño cuaderno y un bolígrafo de uno de los tres cajones de su mesita de noche y se puso a escribir. Cuando pestañeó se vió en el hospital, su mano agarraba la de Bea mientras ella traía al mundo a su primera hija. La tensión se mezclaba con la emoción en la sala de maternidad mientras ella le susurraba que cogiera  a la pequeña Ángela y él se regocijaba en el sonido del nombre de un bebe con una cara tan angelical como la de su mujer. Volvió a pestañear y vió a su hija de pie, junto a la cama en la que su mujer permanecía dormida, sujetando el despertador blanco entre sus pequeñas manos. Tenía una sonrisa divertida en la cara, como si acabara de hacer alguna travesura inofensiva. Antes de que pudiera preguntarle nada Ángela estiró una mano hasta dejar el despertador sobre la mesita y puso la otra en los labios de su padre para que no dijera nada. Después tiró de él hacia la cocina y le contó su plan. Quería darle una sorpresa a su madre y prepararle el desayuno. Llevaba despierta desde hacía un rato, el tiempo justo para poner patas arriba la cocina y estrellar un par de huevos contra las baldosas del suelo. Jorge la ayudó a terminar de hacer el desayuno, metió un par de rebanadas de pan en la tostadora y bajó la palanca con cuidado de no hacer demasiado ruido. La cara de Bea al despertarse y ver a su hija con la bandeja del desayuno en las manos le acompañaría el resto de su vida. Pestañeó de nuevo mientras se reía a carcajadas contándole a su mujer las peripecias de la pequeña con los huevos y lo que vió le provocó un escalofrío. El tiempo era frio y el suelo estaba lleno de hojas que los árboles habían mudado. Escuchó a Bea llamando a su hija a lo lejos y sintió un par de gotas de lluvia resbalar de su pelo hasta las mejillas. Entonces lo comprendió. Salió corriendo pero era demasiado tarde. Un ruido sordo lo inundó todo y le pareció que el corazón dejaba de latirle. No quería avanzar, no quería seguir caminando hacia el lugar del accidente. Pero sus piernas no se detuvieron hasta que  contempló el cuerpo sin vida de su hija hecha un ovillo junto a un árbol. La ira lo consumió como consume el fuego un papel de fumar empapado en alcohol de quemar al ver al joven que se levantaba desorientado del suelo y miraba su moto y el cuerpo de la pequeña sobre el charco de sangre. Él ni siquiera lo había visto, sus ojos estaban empañados por lágrimas de dolor y furia. Pestañeó una vez más y un frio vació lo llenó todo a su alrededor. Estaba en casa, sentado en la silla de su despacho. Miraba de reojo hacia el salón donde Bea permanecía en silencio, encogida sobre sí misma con las manos cruzadas sobre sus rodillas. Desvió la mirada un momento y cuando volvió a mirar hacia el sofá su mujer ya no estaba. Volvió  a comprender lo que sucedía e intentó pestañear de nuevo para escapar de aquella escena. Pero esta vez no pasó nada. El silencio sobrevolaba la casa y la angustia anidaba en su pecho una vez más. Se levantó y corrió escaleras arriba con la vana esperanza de llegar a tiempo, de no ser tan estúpido como  para no darse cuenta de lo que pasaba por la cabeza de su mujer. Esta vez tampoco pudo hacer nada. Cuando llegó al baño de la planta superior la luz estaba encendida y no se escuchaba nada dentro. Las manos de Jorge temblaron mientras avanzaban hasta el picaporte y después de girarlo y comprobar que estaba cerrado por dentro cayeron inertes a ambos lados del cuerpo. Miró hacia abajo y lo vió. Otro charco de sangre.
Se despertó con un grito mudo en la garganta. Las palmas de las manos le sudaban y boqueaba como un pez en la red de un pescador en busca de oxigeno. Cuando consiguió calmarse lo suficiente su cabeza consiguió recuperar el control de sus pulmones y los puso en funcionamiento. Miró el reloj aturdido todavía por el doloroso sueño del que acababa de despertar y se dio cuenta de que era la primera vez en mucho tiempo que dormía hasta las doce del mediodía. El sueño no había sido todo lo reparador que le hubiera gustado, sobre todo teniendo en cuenta aquella pesadilla.
Se levantó de la cama y se puso el chándal que utilizaba para estar en casa. Salió de la habitación y bajó las escaleras para enchufar la cafetera y tomarse un café lo más cargado que pudiera aguantar. Necesitaba despejar la mente. Mientras estaba ensimismado analizando el sueño cuyo final tanto lo había trastornado vió la figura de Sara en el jardín. Aquello lo hizo regresar a la realidad y abandonar el dolor residual que la noche le había dejado en el corazón. Con la taza de café que acababa de servirse calentándole las manos traspasó la puerta del jardín y se acercó a donde la pequeña se encontraba, esta vez entretenida con los volantes de su vestido azul.

-          Buenos días Sara –la saludó y se llevó la taza a la boca para darle un trago al negro café que todavía humeaba –ayer te fuiste sin despedirte.
-          Lo siento, mi mama me llamó para que fuera a comer –mantenía la mirada en sus dedos mientras estos retorcían la tela del vestido -¿me contaras hoy más sobre Azael?
-          Por supuesto, es más, si quieres podemos continuar ahora mismo –le contestó y una sonrisa apareció en sus labios –si a tu mamá le parece bien claro.
-          A ella no le importa, ayer le conté como Azael había llegado a la ciudad perdida después de que su abuela muriera –se quedó en silencio un segundo –bueno, y también se lo conté a Ángela.
-          ¿Cómo dices? –no sabía si había escuchado bien -. ¿tienes una hermana que se llama Ángela?
-          ¿Continuarás con la historia ahora? Quiero saber que historias escribió Azael en ese cuaderno tan extraño –sus ojos parecían abrirse incluso más de lo que lo habían hecho el día anterior.
-          Claro que si –accedió sin darle más importancia – ¿quieres beber algo? –Sara negó con la cabeza y se sentó en la hierba.
-          Está bien, continuemos entonces con una de esas historias que el cuaderno juzgó tan reales como para permanecer escritas en aquel cuaderno…







-La hoguera de las penas-




            Hacía ya un par de meses que Azael había partido de la Ciudad Perdida con el cuaderno que Sela le había regalado bajo el brazo y su macuto al hombro. Durante ese tiempo había escuchado muchas historias, pero ninguna permaneció en el cuaderno, de hecho con algunas no tuvo ni que probar a escribir una frase en el cuaderno para saber que eran pura fantasía. Ya no le quedaba nada de lo que Sela le había preparado para que comiera durante el camino pero por fin la suerte le había sonreído y había encontrado una agradable familia que se prestó a acogerlo en casa aquella noche ofreciéndole comida y cama a cambio de que les ayudara a poner la mesa y a fregar los platos. Azael no dudó ni por un instante y aceptó de buen grado. Estaba acostumbrado a hacer las cosas de casa y hacía demasiado que dormía a la intemperie. La cena resultó de lo más entretenida, todo estaba muy rico, Nora tenía buena mano para la cocina. Su marido Denan contó un par de historias interesante y los dos hijos de la pareja se dedicaron a meterse el uno con el otro aprovechando para ello cada oportunidad que su madre les brindaba al ir a la cocina a por sal, más agua o pan.
A la mañana siguiente Azael madrugó. Aunque tal vez sea más acertado decir que había dormido más bien poco, y por eso, al ver salir los primeros rayos de sol pensó que ya que no iba a conseguir dormir sería mejor emprender su marcha aprovechando la brisa que recorría los caminos a aquellas horas. Recogió sus pocas pertenencias y las guardó en el macuto de tela negra, prestando mayor atención al cuaderno, mientras su cabeza se distraía en los detalles de la historia que había escuchado la noche anterior. Era la primera historia que aceptaba el cuaderno, al escribir su nombre la tinta empapó el papel y permaneció en él. Volvió a abrirlo para comprobar que seguía allí. Así era. Lo guardó en el macuto y estiró la cuerda que rodeaba el cuello de tela negra asegurándose de que el nudo quedara bien afianzado. La verdad es que no tenía muchas cosas, y de esas pocas pertenencias apenas un par de ellas poseían verdadero valor. Pero la idea de perder alguna de esas cosas le encogía el corazón hasta dolerle.
Bajó las escaleras apoyando con cuidado los pies para evitar que la vieja madera se quejara bajo ellos. No sabía si alguien más estaría despierto, la noche se había alargado mientras contaban y escuchaban historias alrededor de la chimenea, y no quería despertarlos. Cuando notó el frio tacto de la piedra bajo su pie descalzo relajó la tensión de su cuerpo y notó un breve hormigueo en las piernas. Llevaba andando mucho tiempo y ya no sentía aquel dolor que le agarrotaba las piernas después de las primeras semanas en el camino. Se dobló por la cintura llevando las manos hasta las puntas de los pies. El hormigueo cesó tras un par de minutos. Al enderezarse el dulce olor de las magdalenas recién hechas acarició su nariz y despertó su apetito que provocó que su estomago emitiera un gruñido haciéndolo participe de su hambre. Sus brazos se apresuraron a cruzarse sobre el estomago pero consiguió que los gruñidos de su estomago vacio arrastraran el silencio fuera del oscuro pasillo. Una puerta se abrió unos metros más allá y Azael notó el rubor extendiéndose por sus mejillas. La luz amarilla se desparramó por el suelo de blanca piedra iluminando un rectángulo poco más estrecho que la mitad del pasillo y dejando entrever las tablillas de pino que vestían las paredes hasta la mitad. Entonces una sombra cruzó la puerta y su silueta partió la débil luz por la mitad.
Nora se quedó con medio cuerpo en la penumbra del amanecer y el otro medio en la artificial luz que manaba de una pequeña lámpara cinética. La oscuridad comenzaba a desaparecer bajo el asedio de los rayos de sol y Azael pudo ver como el rostro de Nora esbozaba una sonrisa mientras señalaba en dirección a donde él se encontraba.

-          Parece que tu estomago ha madrugado tanto como tú –dijo con su voz cantarina.
-          Nunca nos ha gustado demasiado dormir mucho –se dio unas palmaditas en la tripa –y tú, ¿siempre madrugas tanto? Creía que los ruidos que escuché hace una hora venían de algún gato que se hubiera colado por algún agujero en  la pared.
-          En esta casa siempre hay cosas por hacer –se encogió de hombros y giró sobre sus talones –si quieres comer algo antes de dejarnos acabo de sacar una bandeja de magdalenas de canela del horno. Quizás quemen todavía, pero seguro que a tu estomago no le importará demasiado que te quemes un poco la lengua.
Azael notó una punzada de desasosiego. Una razón de que hubiera decidido marcharse a aquellas horas, aunque no la más importante, era que de esa manera evitaría las despedidas. Estaba acostumbrado a la soledad, en el camino rara vez se cruzaba con gente y había interiorizado tanto esa soledad que le resultaba increíble el cariño y el afecto que le había hecho sentir Nora, Dedan y sus dos hijos.

-          Esto… -había seguido a la joven al interior de la cocina y su mirada vagaba por la gran chapa de carbón intentando encontrar las palabras adecuadas.
-          Te marchas –le ayudó ella señalando su macuto –. No puedo decir que la idea de que te quedaras unos días más no haya sobrevolado mi cabeza –se dió la vuelta y observó a Azael de arriba abajo –pero supongo que no eres de los que permanecen mucho tiempo bajo el mismo árbol.
-          Creo que supones bien –señaló levantando las palmas de las manos –todavía me esperan muchos caminos, y si la mitad de ellos me llevan a conocer gente tan maravillosa como tu familia –hizo una leve pausa para que sus siguientes palabras sonaran mas serenas de lo que en realidad eran –sería descortés por mi parte no iniciar el camino cuanto antes.
Nora inclinó levemente la cabeza en señal de agradecimiento por el cumplido y se giró hacia la chapa gris para acercarse después de la cocina con un plato con dos grandes magdalenas y un vaso de leche.

-          Siéntate y come algo, si tengo que aceptar tu partida que sea con el estomago lleno.
Azael se acercó hasta una de las sillas que rodeaban la mesa y Nora se sentó a su lado.

-          Porque el sol te caliente y las estrellas te guíen en tu camino –levantó el segundo vaso de leche que acababa de servir y lo mantuvo en alto.
Los dos brindaron y rieron entre bocados de las calientes magdalenas al recordar el coscorrón que Basel se había llevado la noche anterior. Trever, el mayor de los dos hermanos, comenzó a bromear nada más acabar la cena con la “perseverancia” con la que su hermano pequeño se dedicaba a mojar las sábanas de su cama. El joven Basel le gritó en dos ocasiones que lo dejara y al ver que Trever no cesaba en su empeño por avergonzarlo comenzó a ponerse rojo. Su enojo aumentó al componer su hermano un amplio círculo con sus brazos a modo de ejemplo del aspecto que presentaban las sábanas al despertar. Su cara pasó de tener un ligero tinte rojo en las mejillas a parecer un tomate maduro. Trever estaba acostumbrado a incordiar a su hermano hasta el extremo y por eso no dudó en apartarse de la trayectoria que describió el cuerpo de Basel al abalanzarse hacia él por encima de la mesa de metal forjado. La cabeza de Basel aterrizó contra la pata de la mecedora que estaba al lado de la chimenea de piedra.

-          Yo… quería preguntarte una cosa –su lengua se distrajo buscando en el sabor canela de la magdalena las palabras adecuadas.
Nora levantó la mirada del vaso y se secó los labios con el dorso de la mano.

-          Verás, anoche… antes de que Basel acabara con un chichón del tamaño de un albaricoque –dijo para allanar el camino – te quedaste muy seria cuando Denan mencionó esa historia sobre la hoguera de las penas.
Una leve sombra de algo que a Azael le pareció un gran pesar pero Nora la expulsó rápidamente para componer una dulce mueca de indiferencia.

-          Es porque Denan cuenta esa historia más veces de las que me gustaría –soltó un soplido -, y no es una de las mejores precisamente.
-          Sé que la hoguera es real –afirmó completamente seguro de sus palabras –no hacen falta excusas.
Nora fue a decir algo pero comprendió que ninguna de las palabras que salieran de su boca tendría la suficiente fuerza de convicción para hacer que el joven que tenía delante cambiara de opinión. Sus ojos brillaban con la luz de la certeza más pura.

-          Está bien –comenzó a decir -, pero si esta conversación va a tener lugar no será sin antes asegurarme de que las palabras que digamos no llegaran a oídos de mi marido y mis hijos.
Sus palabras sonaron tan rotundas que Azael no pudo hacer más que asentir y guardarse las ansias de escribir en su cuaderno aquella historia. Pero no le importaba. Llevaba mucho tiempo esperando encontrar una verdadera historia, una historia real.

-          Puedes estar tranquila Nora –le aseguró Azael –tus palabras no saldrán de mis oídos.
-          Está bien, espero que tus oídos estén preparados y tu memoria atrape mis palabras pues solo escucharás una vez lo que tengo que decirte.
<< La hoguera existe, es tan real como el aire que llena tus pulmones o las estrellas que adornan el firmamento para que la luna no se sienta sola durante las largas noches de invierno.
Déjame que te cuente una historia. La historia de una joven que fue bendecida con el maravilloso regalo de un bebe. Vivía feliz, ella cuidaba de su hijo y su marido cuidaba de ambos. Unos años más tarde vuelve a quedarse embarazada y las alegrías y las risas pronto se multiplican por dos. Cuando ella cree que no puede ser más feliz, pues tiene dos hijos maravillosos y un marido que la adora, la vida les regala una niña. Una preciosa niña de ojos azules. La llamaron Mara, porque mirarla a los ojos era como perderse en el profundo mar.
Pero la pequeña Mara pronto comenzó a enfermar. Sus padres visitaron muchos médicos, probaron cientos de ungüentos, rezaron en tantos idiomas como conocían y a tantos dioses como existían… pero nada surgió efecto. Los médicos no comprendían lo que hacía enfermar a la pequeña, los ungüentos mejoraban ligeramente su estado pero terminaba empeorando antes o después, sus rezos se perdieron entre los anchos muros de las iglesias y los dioses se mostraron indiferentes a sus ruegos.
La joven pasó los tres días siguientes abrazando a su hija y sin dejar de llorar. Al cuarto día la pequeña Mara murió, pero tal era la pena que emponzoñaba el corazón de su madre que continuó abrazándola tres días más antes de que su marido consiguió aplacar lo suficiente sus lágrimas para que dejara de mecerla. Al final ella comprendió que su única hija había muerto y cesaron las lágrimas, al menos las visibles. Las otras le inundaban el corazón hasta ahogar sus ganas de vivir.
Durante los siguientes dos meses aquella joven vagaba por la casa como un fantasma, su cara perdió toda expresión que hubiera en ella antes y una constante penumbra tiñó su mirada. Su marido se encargaba de los dos hijos y de los quehaceres de la casa, durante el día se ocupaba de mantener toda la normalidad que era posible y se preocupaba de que los dos pequeños entendieran lo que le había sucedido a su hermana. Durante la noche la abrazaba hasta que se quedaba dormida entre sollozos entrecortados. Una mañana, cuando  la joven despertó el silencio cubría toda la casa. No había nadie, sólo ella y el doloroso recuerdo de su pequeña niña. Y se marchó. Abandonó su hogar, a su marido y a sus dos hijos y se puso a caminar sin rumbo. Caminó durante muchos días y sus noches sin otra cosa en su cabeza que el recuerdo de Mara y la angustiosa pena de su perdida en el corazón. Caminó apartándose de ciudades y pueblos pues había aceptado a la soledad como única compañera de viaje.
Había perdido la cuenta del tiempo que llevaba caminando, aunque eso no le importara, cuando la noche apareció en mitad de un cruce de caminos. La joven se quedó quieta, como uno más de los árboles que adornaban el paisaje. Miró cada uno de los cuatro caminos que comenzaban, o terminaban (según como se mirase) bajo sus pies. Los recorrió con la vista hasta donde el negro del cielo se fundía con el negro del horizonte. Tres de ellos se oscurecían a escasos doscientos metros pero al final del cuarto una luz anaranjada difuminaba suavemente los bordes del camino. Decidió continuar por ese camino pues por primera vez desde que comenzara a andar algo le había llamando la atención lo suficiente como para serenar ligeramente su pena y desviar todos sus pensamientos de su pequeña.
Así pues levantó uno de sus pies para dar el primer paso y luego otro. Su mente estaba ocupada, por primera vez en largo tiempo, imaginando de donde podía provenir aquella luz y a  pesar de que en aquel momento no lo notara sus ojos volvieron a chispear un instante. No miró atrás, ni hacia ninguno de los otros tres caminos. El alivio que notaba en sus cansados hombros la empujaba hacia delante. Sus pies dieron trescientos veinte pasos sobre el polvoriento camino antes de que la suave claridad se convirtiera en una luz más intensa. Otros trescientos y los árboles comenzaron a aparecer bordeando el camino. Debía estar a poco menos de un kilometro cuando distinguió el fuego de una gran hoguera. Su pie derecho vaciló en el aire como si su pierna no estuviera segura de querer seguir adelante pero volvía a notar el corazón palpitando lleno de vida y asentó con fuerza el pie de en suelo. Sus piernas temblaron un instante, sabía que las noches en los caminos atraían a bandidos, o cosas peores, como la luz a los mosquitos. Dio otro paso. Y otro más. La hoguera continuó creciendo hasta convertirse en la más grande que ella hubiera visto en toda su vida. Cuando estuvo lo suficientemente cerca como para notar el calor que se desprendía de las llamas pudo ver el enorme agujero en el suelo. Un profundo agujero del que brotaban unas llamas de una intensidad increíble, como si no fuera sólo leña lo que las alimentara. El viento sopló con furia y la ancha columna de fuego se inclinó momentáneamente dejándole ver una sombría figura tras las llamas. Tan solo era una sombra hasta que el último soplo de viento avivó de tal manera el fuego que su luz recorrió parte de la figura del hombre que permanecía sentado tras la hoguera.
El hombre levantó la vista de la base del pequeño incendio y la clavó en ella. Sus ojos la interrogaron en silencio y pudo notar como aquella mirada abría paso por los rincones de su alma. Entonces el extraño levantó un brazo y le hizo señas con la palma para que se acercara. Antes de que se diera cuenta estaba a su lado. No recordaba haber caminado hasta allí, y sin embargo allí estaba, tan cerca de aquel pequeño hombre de pelo gris que podía escucharlo respirar.

-          Has caminado mucho, tanto que hasta tu mirada parece cansada.
La joven quedó asombrada. Se miró de arriba abajo y comprendió que no resultaba difícil llegar a la conclusión de que llevaba largo tiempo en los caminos: la falda que antes le cubría parte de los pies estaba tan maltratada por las piedras del camino como por las zarzas de los bosques que apenas llegaba a taparle los tobillos. Y la larga camisa de hilo estaba hecha girones y llena de agujeros.

-          Veo que tienen buen ojo –dijo y su voz le sonó desconocida tras tanto tiempo sin escucharla -. Hace ya tiempo que partí rumbo a… -se quedó callada al comprender que no sabía a dónde se dirigía.
-          Rumbo a ninguna parte, ¿no es eso lo que no querías decir? –lo dijo con tanta naturalidad que esa verdad la golpeó con dureza -. Tranquila, a mi no tienes que explicarme nada –se encogió de hombros brevemente –puedes intentar calentarte con el fuego, aunque no creo que te sirva de mucho.
-          ¿Cómo dice? –no sabía si el hombre se refería a que no podría calentarse ante la hoguera o a que el hecho de calentarse no la reconfortaría demasiado en el estado de apatía en el que se encontraba inmersa.
-          Esta hoguera no es como las que tu hayas podido contemplar en tu corta vida –el hombre pareció envejecer al pronunciar esa frase, la mirada perdida en el hipnótico baile de las llamas -. En verdad no es como ninguna de las hogueras que nadie haya podido ver nunca, y aquellos que han contemplado estas llamas no hablaran de ella nunca. No es la madera la que la alimenta, aunque si te acercas lo suficiente y miras atentamente veras leña en su base. Su fuego no te calienta en las frías noches de invierno y ni la más fuerte de las tormentas es capaz de extinguirla. El fuego se tambalea, pero la hoguera nunca se apaga.
-          Entonces… -dijo intentando poner en orden sus ideas -¿Cómo se supone que consigue mantenerla así de viva? Y con las lluvias de esta última estación…
-          Como ya te he dicho antes ni la más fuerte de las tormentas, por muy húmeda que sea, conseguirá hacer que tan siquiera menguase. Algo que arde con más fuerza y durante más tiempo que la mejor de las maderas aviva las llama de la “hoguera de las penas”.

Azael no pudo evitar que su boca se entreabriera un poco. Al escuchar ese nombre su corazón se había acelerado y ahora lo escuchaba golpear en su pecho, ansioso. Él sabía que la hoguera existía desde el mismo momento en que había escrito su nombre en el cuaderno, pero el hecho de escuchar la historia que Nora estaba contando la hacía más real. Fue a decir algo pero prefirió esperar a que Nora terminase de hablar.

-          ¿La hoguera de las penas? –la joven no podía creer lo que acababa de escuchar –no querrá decir que esta hoguera… y usted…
-          Creo que es eso exactamente lo que quería decir –dijo el hombre con una mueca a modo de sonrisa en los labios -. Esta hoguera arde con el fuego de las penas, y yo soy el encargado de alimentarla.
-          Pero… ¿Cómo es posible? ¿Cómo puede…? –las preguntas se le agolpaban en la garganta y la hacían tartamudear –explíquemelo, por favor.
-          En realidad es mucho más sencillo que todo lo que has imaginado desde hace un momento. Piensa en una persona con una pena tan grande que sus ojos continúan rojos aunque no le queden ya lágrimas que poder derramar. Imagina como esa pena empieza a devorarlo por dentro, como su fuego comienza a consumirlo –puso especial énfasis en la palabra “fuego” –como su alegría se apaga y las ganas de vivir comienzan a abandonarlo. Y ahora imagina que alguien fuera capaz de arrancar esa pena de su corazón.
-          ¿y utilizarlo para alimentar una hoguera? –añadió ella sin terminar de comprenderlo.
-          Exactamente, por muy descabellado que suene. Esas personas que sufren tienen aquí la oportunidad de deshacerse de sus penas, de olvidar aquello que les encoge el alma.
La joven se quedó callada, pensando en todo lo que aquel hombre había dicho. Sus palabras sonaban sinceras y sus ojos no contenían ni un ápice de mentira. ¿Y si todo era cierto? ¿Y si tenía ante sí la oportunidad de terminar con su sufrimiento?
Dejó pasar unos segundos mientras seguía sopesando esa opción. Y entonces se dio cuenta. Desde que viera la tenue luz de la hoguera en el cruce de caminos su mente se había apartado del recuerdo de su pequeño bebe y el dolor de su pecho se había silenciado levemente. Pero ser consciente de ese hecho la hizo pensar una vez más en Mara, y su corazón se encogió de nuevo. De repente una pregunta apareció en su cabeza.

-          Antes ha dicho que los que conocen esta hoguera no hablarían de ella con nadie. ¿Por qué?
-          Porque por muchas penas que entreguen al fuego ninguno de ellos regresa a su casa siendo la persona que era. Puede que las penas lastren nuestros corazones, que nos hagan verter lagrimas amargas o que nos reduzcan a un montón de sollozos, pero forman parte de nuestro camino, de nuestra vida. De nosotros mismos. Forman parte de lo que somos. Para hacer desaparecer esas penas la hoguera quema todo recuerdo que esté relacionado con ellas. El resultado es que esas personas que entregan sus penas al fuego de la hoguera reciben a cambio un gran vacío. Ningún recuerdo. Ninguno malo, pero tampoco ninguno bueno.
La joven se llevó las manos a la boca aterrorizada por la terrible realidad que acababa de comprender. Desde que perdiera a su pequeña no hubo ni un solo día en el que no deseara que alguien le arrancara el corazón del pecho para librarse de aquel horrible sentimiento. Habría dado cualquier cosa por deshacerse de esa pena. Pero olvidar…

-          Y dime –continuó el hombre -¿eres tu una de esas personas? Estas ante la que probablemente sea tu única oportunidad de desterrar esa angustia que se revela en tu mirada.
-          Yo… -los tartamudeos volvieron a hacer que sus palabras temblaran –creo que no puedo. La pena con la que carga mi corazón es grande, pero olvidar todo lo que tenga que ver con… -la boca se le secó justo en el momento en el que iba a pronunciar el nombre de su pequeña.
-          A veces olvidar es la única salida. A veces el tiempo no sirve para dejar de sentir eso que nos daña, lo único que hace el tiempo es echar arena sobre el dolor. Pero esa arena es fina, un soplo de aire es suficiente para volver a sacar a la luz esos recuerdos que tanto nos empeñamos en encerrar en la memoria.
-          No puedo –acertó a decir -, mi pena me consume y hace tiempo que dejé de tener lagrimas que derramar, pero… no puedo olvidarla. No estoy dispuesta a olvidar algo que por mucho dolor que me infrinja ha significado tanto para mí en un momento de mi vida. No. Cargaré con mi dolor. Cargaré con mi pena. Nunca olvidare a Mara –sentenció.
Ambos se quedaron callados, sus siluetas recortadas por la luz de las llamas. A ella le pareció que el sonreía. El vió en sus ojos la determinación de sus palabras. Se acercó un poco más a ella y posando una mano en su hombro le dijo:

-          Esa es tu elección. Me alegro.
No dijo nada mas, apartó su mano suavemente del hombro y dio media vuelta para volver a ocupar el sitio que tanto tiempo llevaba ocupando. Ella se quedó de pie, con la mirada perdida en el baile de llamas, un minuto, dos, tres… hasta que comprendió que su camino había terminado. Giró sobre sus talones y se marchó.>>

Azael se quedó en silencio, las preguntas no dejaban de dar vueltas en su cabeza, pero quería asegurarse de que Nora hubiera acabado de contar la historia.

-          Esa joven de tu historia… -comenzó al ver que Nora no continuaba –eres tu ¿verdad?
Nora estaba ausente, los recuerdos la embargaban y su mirada permanecía fija en la ventana que estaba junto a la pila de platos recién lavados.

-          Si –dijo por fin volviendo la mirada hacia Azael -. Hace mucho tiempo de eso ya.
-          Siento mucho lo que le ocurrió a Mara –no estaba seguro de que debiera mencionarla, por lo que lo hizo bajando el tono de su voz -. No sabía que hubieras tenido una niña.
-          Dedan evita hablar del tema por el amor que me procesa, y creo que por que le da miedo que aquellos tiempos regresen. Por mi parte intento hablarles a Trever y a Basel de ella, para que nunca olviden que tuvieron una hermana. Yo no lo olvido, aunque a veces el recuerdo duela.
-          Lo que no entiendo –continuó el –es porque renunciaste a la posibilidad de abandonar esos recuerdos si aun hoy siguen lastimándote.
-          Por una sencilla razón: olvidar el dolor significaba olvidar que una vez había amado a mi pequeña más que a nada en este mundo.


Jorge se quedó mirando a Sara. La pequeña permanecía sentada en la hierba, con los codos apoyados sobre las rodillas y estaba ligeramente inclinada hacia delante. Sus ojos no se apartaban de él, pero su cabeza había perdido el hilo de la historia. Había luchado para apartar el nombre que Sara había pronunciado antes, pero había seguido dando vueltas durante el tiempo que había estado contando las peripecias de Azael.

-          Oye Sara –comenzó a decir –antes has dicho que le contaste a Ángela la historia de Azael. ¿tienes una hermana que se llama así?
-          No –le contestó ella poniéndose de pie –no tengo ninguna hermana.
-          Entonces… ¿es tu madre la que se llama Ángela? –las dudas comenzaban a carcomerlo por dentro.
-          Mi mamá se llama Carla –le dijo -. Fue Ángela la que me dijo que sabias contar unas historias muy buenas, historias de verdad.
El mundo interior de Jorge se derrumbó por completo. Su cabeza comenzó a dar vueltas y sintió que se mareaba, que sus pies no eran suficiente apoyo para su cuerpo. Intentó recomponerse para pronunciar la siguiente pregunta.

-          Mi hija se llamaba Ángela… ¿fue ella quien te dijo eso?
Sara asintió con la cabeza y su pelo ondeó en el aire. Jorge volvió a notar que el suelo desaparecía bajo sus pies y tuvo que sentarse para no perder el equilibrio. Estaba intentando poner en orden el torbellino de sentimientos que lo había invadido cuando el sonido del teléfono se lo impidió.

-          No te vayas, por favor –sus palabras parecían más una súplica que una petición –ahora vuelvo.
Entró corriendo en casa para contestar al teléfono. Tenía que volver al jardín para seguir preguntándole a Sara. Necesitaba comprender que era lo que estaba pasando.
El número de teléfono que parpadeaba en el identificador de llamadas era el de Samuel. “que quieres ahora…” se dijo mientras descolgaba el teléfono. Había imaginado que su e-mail lo tendría ocupado durante algún tiempo. Estuvo tentado de no contestar, pero sabía que si no lo hacia su editor continuaría llamando hasta conseguir una respuesta por su parte, así que descolgó el auricular y le pregunto a Samuel por el motivo de su llamada. Al parecer uno de los relatos que le había mandado el día anterior no era nuevo, ya se lo había mandado en una ocasión. Jorge se disculpó por el error y le dijo que en ese momento no tenía tiempo de mandarle nada más. Samuel aceptó su respuesta, sabía que resultaba inútil insistirle, se despidió de el sin olvidarse de recordarle que necesitaba esos relatos para la semana siguiente.
Cuando regresó al jardín Sara había desaparecido. La buscó sin éxito y tuvo que aceptar el hecho de que tendría que esperar para satisfacer su curiosidad. O tal vez no… se cambió de ropa y salió a la calle por primera vez desde hacía mucho tiempo. Se encaminó hacia las cuatro casas que Sara había señalado el día anterior y llamó a la primera de las puertas. En aquella casa vivía una pareja de jubilados sin hijos. Probó suerte en la siguiente. Tampoco era la casa de Sara. Cruzó la carretera para tocar el timbre de la tercera casa y esta vez le preguntó a la joven que le abrió si conocía a alguna niña llamada Sara que vivía en aquel barrio, pero la joven no sabía de ninguna mujer soltera que se hubiera mudado hace poco con una hija de la descripción que él le había dado. Cuando llegó a la última casa su cabeza era un hervidero de confabulaciones y casi había perdido toda esperanza de encontrar a Sara y preguntarle cómo y cuando había conocido a su hija fallecida. Pero aquella casa estaba deshabitada y un cartel clavado en el jardín informaba de que la propiedad se encontraba en venta.
¿Y si aquella niña era una ilusión creada por su atormentada mente? Al fin y al cabo había aparecido en su jardín una mañana diciendo que se había colado por un hueco en la valla, un hueco que él no encontró por mucho que había revisado los setos de arriba abajo. También estaba el hecho de que en el barrio nadie parecía conocer a ninguna niña llamada Sara.
Regresó a su casa esperando que al día siguiente  Sara apareciera de nuevo en su jardín con su mirada curiosa y sus zapatillas blancas. Pero eso no sucedió, ni el día siguiente, ni el siguiente… y sus preguntas terminaron por responderse solas.



Epílogo


            Jorge había aceptado la idea de que aquella pequeña que había aparecido un buen día como por arte de magia en su jardín era una simple ilusión que su mente había creado para devolverle la única cosa que conseguía mantenerlo cuerdo en la soledad que lo embargaba: escribir. Y así lo hizo. Un mes después de que Sara apareciera por última vez en su casa le mandó a su editor un borrador en el que contaba lo que le había sucedido. Lo contaba todo, como era Sara, lo que le había dicho, como desaparecía y aparecía sin motivo aparente, las dos historias  que le había contado… y su conclusión al respecto. Samuel lo había llamado para asegurarse de que estaba seguro de publicar aquella historia, “piensa en lo que la gente dirá sobre ti” le había dicho. Pero le daba igual. Le dijo a su editor que la publicara de todas formas, hacía tiempo que no le importaba lo mas mínimo lo que la gente pudiera pensar sobre él. A decir verdad nunca le había importado demasiado. El escribía, y con eso le era suficiente. Y desde que conociera a Sara había recuperado esa inspiración que se habían llevado su mujer y su hija al morir.
Cuando el libro salió a la venta fue todo un éxito. La gente hacía cola para comprarlo atraídos por los diferentes comentarios que se escuchaban en una y otra parte. Algunos decían que la pérdida de su familia lo había marcado y lo había hecho enloquecer hasta el punto de empezar a convertir en realidad a sus personajes. Otros simplemente se maravillaban con la historia de Azael y se sentían intrigados por la procedencia de la pequeña Sara. A los dos meses publicó “La historia de Azael” tras añadirle unos cuantos capítulos más a los dos que ya había escrito gracias a la insistencia de Sara por que le contara historias “de verdad”. Los que antes decían que estaba loco enmudecieron al leer las idas y venidas del joven Azael y su cuaderno misterioso y los que se quedaron intrigados con los dos primeros capítulos de su libro anterior alabaron su capacidad para reinventarse. Aun así algunos siguieron pensando que el que fuera una vez un magnifico escritor de novelas de misterio había perdido la cabeza completamente y se había quedado sin ese toque mágico que convertía sus novelas en adictivos libros que devorar.
Yo estoy convencido de que fue Ángela quien me envió a la pequeña Sara desde el lugar donde se encontrara ahora para recordarme que a pesar de que ella ya no estuviera para inspirarme su recuerdo permanecería conmigo eternamente.



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