17 oct 2012

saber escuchar


Puede que los tiempos estén cambiando, que el mundo no sea tan maravilloso como lo era antes y que los niños de hoy en día perciban el mundo de una manera distinta a los niños de antaño. Pero hay una cosa que no cambia: por muy mal que este la cosa siempre quedaran los superhéroes. Esos superhombres y supe mujeres de trajes ajustados y a colorines, esos que vuelan, tienen visión de rayos x, supe velocidad  o la capacidad de transformarse en toda clase de cosas… llevan acompañándonos desde años atrás. Todos teníamos algún favorito, alguno que nos parecía más fuerte que todos o que era capaz de hacer cosas que los otros no podían. “el mío con su supe fuerza gana al tuyo”, “la mía puede correr más que el tuyo y si no lo coge no puede ganarle”… al final la diferencia la marcaban los super poderes, a cada cual más espectacular que el otro. 
Yo quiero hablaros de un super poder que nunca ha tenido ninguno de esos superhéroes. Una habilidad con la que sin duda se obtienen mejores resultados que con una fuerza extraordinaria o una agilidad sobrehumana, y que toda persona lleva en su interior (aunque rara vez se utilice): la habilidad de saber escuchar.
Si, seguramente unos estaréis pensando que se me ha ido la cabeza, puede que otros dejéis de leer en este mismo instante por decir que saber escuchar es un super poder. Apuesto a que tan solo unos cuantos os habéis dado cuenta de que he dicho saber escuchar cuando podría haber dicho escuchar. La razón es que hay una pequeña diferencia entre escuchar, es decir, poner la oreja y asentir cuando la conversación así lo requiere, y saber escuchar. Hay que saber escuchar lo que esa persona que tienes delante te está diciendo, saber escuchar lo que sus palabras quieren decir, saber escuchar su manera de decirlo… en ocasiones incluso merece la pena saber escuchar lo que su expresión corporal o su mirada dicen. 
Realmente desconocemos todo el bien que se puede hacer sabiendo escuchar, sabiendo cuando  es aconsejable hablar o cuando es conveniente  que la otra persona termine de soltar todo lo que lleva dentro. Tenemos un oído a cada lado de la cabeza para poder escuchar nuestro entorno, pero en muchas ocasiones cedemos demasiado protagonismo a nuestros ojos, unos ojos que solo saben mirar hacia delante.


Cuentan las viejas historias que en la antigüedad uno de cada cinco niños nacía con un don especial, una habilidad poco común que los diferenciaba sutilmente del resto de los niños, pero de aquellos que nacían con esa particular estrella apenas la mitad llegaba a ser realmente consciente del poder de esos dones y tan solo unos pocos llegaban comprenderlos y a conocer cómo sacarles el máximo partido. 
Joras fue uno de esos niños. Al nacer sus padres no lo supieron, los niños eran tan solo eso, niños, pero a medida que el pequeño Joras crecía se dieron cuenta de lo atento que permanecía siempre que alguien le contaba una anécdota o simplemente como había transcurrido su día. Mientras su padre aseguraba que se trataba de simple curiosidad, Adea, su madre, estaba convencida de que su hijo era especial. Tan segura estaba de aquello que siempre que podía le recordaba Joras lo importante que era lo que hacía, lo importante que era saber escuchar para entender lo que pensaba y comprender como lo sentía.

- Eres un niño muy especial. Puede que muchos se empeñen en amasar riquezas o primar lo material por encima de todo lo demás, pero incluso el más rico y poderoso no es nadie si nadie lo escucha. Y créeme, todo el mundo termina cansándose de aquel que escucha solo por interés. Las personas nos alimentamos de sentimientos, y esos sentimientos necesitan expresarse. La pena, la alegría, la ira, el enojo, la tristeza… ¡incluso la locura! No podemos mantener esos sentimientos en nuestro interior: los buenos queremos compartirlos con todo el mundo y los malos… siempre terminan saliendo, y cuando salen es mejor tener cerca a alguien que sepa escuchar que una pared con una oreja pintada.

Adea persistió en su empeño por hacer que su hijo comprendiera la importancia de su don y Joras no dejó de aprender a reconocer la mejor manera para ayudar a los demás. 
Cuando sus padres murieron Joras abandonó su aldea para recorrer mundo, le había hecho una promesa a su madre y no tenía intención de defraudarla. Su madre siempre había querido que ayudara a tantas personas como pudiera y para eso debía partir para conocer nuevas aldeas  y ciudades. Pasó muchos años recorriendo pequeñas aldeas y grandes ciudades, prestando su atención a todo aquel que la quisiera. Escuchó historias terriblemente tristes en las que no pudo hacer otra cosa que abrazar a aquel hombre que acababa de perder todo lo que tenia, incluso a su mujer y su hija, por culpa de un incendio,  escuchar los sollozos del muchacho al que la joven a la que rondaba había tenido que abandonar la ciudad o sostener la mano temblorosa de una mujer a la que obligaban a prostituirse a cambio de continuar viva. También disfrutó increíblemente de la alegría de una joven mientras le narraba como le revoloteaban las mariposas por el hijo del panadero y se regocijó en la felicidad de un robusto hombre de perilla de chivo cuando le contaba como se le saltaron las lagrimas en el momento en que su mujer le puso a su primer hijo sobre el regazo nada más dar a luz.
Caminó y caminó, y nunca tuvo que echar mano de la pequeña bolsa de cuero negro en la que llevaba las pocas monedas que su madre le había dado la noche antes de morir. Siempre había alguno de aquellos que hablaban con él, o que le hablaban mientras el escuchaba, que  terminaba invitándole a comer en alguna posada o a dormir en su casa (o viceversa). 
En ocasiones solo escuchaba atentamente, sin pronunciar una sola palabra. Simplemente se sentaba frente a la persona y oía lo que quería contarle. Otras veces cogía sus manos o los abrazaba, y cuando la conversación lo requería, hablaba. Su madre tenía razón: todos necesitamos que nos escuchen.
Una noche, mientras caminaba entre un pequeño grupo de pinos que lo acariciaban con su olor, se percató de que la luz de la luna apenas iluminaba un cuarto de la copa de los arboles. Abandonó el olor a pino para salir en busca de la luna y la encontró en mitad de un oscuro cielo, con forma de hoz. Parecía inmensamente triste colgada allí arriba, sin estrellas a su alrededor y con más de tres cuartas partes de su cara bajo el manto oscuro de la noche. Subió a una pequeña ladera que había a unos cien pasos del pequeño pinar para observarla más de cerca. 

- ¿te pasa algo luna? –le preguntó cuando estuvo en lo alto de la ladera.

- No, ¿Por qué piensas eso? –escuchó la voz en su interior, hablándole directamente a su cabeza.

- Porque no brillas tanto como lo haces otras noches, apenas se te ve… -se encogió de hombros- pensé que tal vez te sintieras sola ahí arriba.

- No tienes por qué preocuparte, estoy aquí para iluminaros durante las noches, pero en ocasiones debo dejar de brillar para que conozcáis la oscuridad y podáis encontrar vosotros solos vuestro camino. Aun así, muchas gracias. Sin duda tienes un corazón muy grande para preocuparte por mí. No pierdas nunca ese interés por los demás, es muy importante.

- Mi madre decía lo mismo, aunque no sé muy bien porque.

- Algún día lo entenderás, te lo aseguro. Y ese día será uno de los más felices de tu vida.

Después de aquella noche pasaron muchas más, muchas noches en las que Joras no dejo de escuchar a todo aquel que quería o necesitaba ser escuchado. Poco a poco fue olvidándose de su conversación con la luna hasta que aquel echo, que cualquier otro hubiera atribuido a un brote de locura, termino convirtiéndose en una historia más que había escuchado en algún sitio. Seguía recorriendo el mundo, viajando en caballo, en coche o a pie. Continuaba conociendo gente de todas las clases, edades, razas y sexos, y para todos tenía tiempo.
Pero una mañana llegó a una aldea muy parecida a la que había dejado atrás para cumplir con aquello que su madre tanto había deseado y encontró a una mujer sentada a la orilla de una gran fuente de piedra blanca que provocaba pequeñas ondas en el agua con sus pálidos pies. Se acercó a ella con cuidado de no asustarla y se sentó a su lado pero con los pies en el suelo de manera que quedaron de espaldas y con los hombros relativamente cerca.

- Buenos días –le dijo - ¿Qué tal está el agua?

- Buenos días –su sonrisa lo pilló desprevenido y le costó cerrar la boca –, al principio está un poco fría, pero te acostumbras enseguida.

- Pues creo que voy a probarla –se quitó las botas y los calcetines e introdujo los pies en la fuente- , tenias razón, no está tan fría una vez que los metes. Desde ahí atrás parecías pensativa. 

- ¿A si? Pues si te digo la verdad tenia la mente en blanco –una dulce sonrisa aleteo en sus labios -. Supongo que está bien eso de parecer pensativa cuando no se piensa en nada. Muchas gracias por interesarte por mí, ¿puedo ayudarte en algo?

La pregunta lo descolocó por completo. Llevaba tanto tiempo escuchando a los demás que se había olvidado de hablar el. Conocía casi todos los sentimientos, y seguramente más de diez maneras diferentes de sentir cada uno de ellos, pero nunca había hablado de ellos. Ni de cualquier otra cosa. No había tenido con quien llorar por su madre y su padre, con quien desahogar toda la pena y tristeza que había escuchado ni a quien contarle lo feliz que se sentía de ser tan útil para la gente o sus esperanzas de de que su madre pudiera verlo desde dondequiera que estuviera. De repente una lágrima asomo por su parpado inferior, y luego otra, y lo que al principio eran lágrimas terminó por convertirse en una mezcla de tristeza y alegría. En ese instante recordó la conversación con la luna como si hubiera tenido lugar la noche anterior y recordó también la frase que su madre le dijo cuando la muerte llamaba a sus puertas: todo el mundo necesita que lo escuchen.

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